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Elegía a El Tocuyo
Lucila Velásquez, Venezuela

(Poema para el descanso de la ciudad rendida)

Abrazo tu cintura de milenaria piedra
ceñida a la musgada cintura de mi llanto.
Vengo por el inmóvil color de tus arterias
a tocar las oscuras heridas de tus campos.
Toco tus altos hombros caídos, tus murados
escudos sometidos por recónditos fuegos.
El aire de tus sienes morado por la muerte.
Tu sol de antigua rosa desflorando en el cielo.
Corro por el callado temblor de tus latidos
removiendo la yerta corteza de tus polvos.
Por tus cauces desiertos, por tus nervios trizados,
camino con el canto salvado en los escombros.
Descubro los cerrados silencios de tus puertas,
llamando en la espesura el rostro de altos muertos.
¿Dónde quedó la inerte sonrisa de la rosa?
¿Dónde la flor de un niño incorpora su aliento?
¿Quién desata tu clara mansedumbre terrestre
y en hondas cicatrices dejó tu cráneo abierto?
Dentro tus vegetales y floridas materias
demoran sus raíces bajo enterrados huesos.
¿Dónde el color trizado de tus cálidos pastos,
y tus mansos caballos desbocados en llanto?
Fustigados por hondos ijares de la tierra
dejaron sus pisadas en trémulos espacios.
¡Cuántos siglos cayeron, de pronto, como un peso!
¡Qué silencio, ciudad, madre mía, rendida!
La ira de la tierra te rozó como un beso.
Ahora liman tu cuerpo mis lágrimas, furtivas.
Tocuyo centenario, yo riego tus cenizas
y fresca, en este canto, ciudad te reconstruyo.
Levanto tus columnas, tus campos, tus arterias.
Nace en el mismo cielo la flor con que te alumbro.
Canto tu misma tierra vencida, resurrecta,
surgiendo del antiguo temblor de tus entrañas.
¡Qué alivio crece el árbol que fija tus raíces!
Yo trepo por la eterna corteza de tu savia.
¡Oid, ciudad, el canto que pulsa tu silencio:
en él alzo tu rostro de piedra milenaria!

 

 



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